Por Carmen Verlichak
Zagreb, Croacia (AICA): El Año de la Misericordia agregó un gran honor para la Iglesia entre los croatas y su santo de la humildad y el perdón, el confesor Leopoldo Bogdan Mandić. El cuerpo incorrupto del santo -junto con el de san Pío de Pietrelcina, los dos franciscanos capuchinos- a partir de ahora tendrá su lugar en la iglesia de San Pedro en el Vaticano.
El Año de la Misericordia agregó un gran honor para la Iglesia entre los croatas y su santo de la humildad y el perdón, el confesor Leopoldo Bogdan Mandić. El cuerpo incorrupto del santo -junto con el de san Pío de Pietrelcina, los dos franciscanos capuchinos- a partir de ahora tendrá su lugar en la iglesia de San Pedro en el Vaticano.
El 5 de febrero de 2016 los santos serán llevados en procesión a la basílica de San Pedro y serán colocados cerca de la Puerta Santa. El 10 de febrero, miércoles de ceniza, el Papa dará a los "misioneros de la misericordia" la potestad para absolver aquellos pecados que normalmente están bajo la competencia de la Santa Sede.
Una vida heroica entre cuatro paredes
Leopoldo Mandić murió en 1942, a los 76 años. Nació en Croacia en 1866, y su primera vocación fue la de misionar en Oriente para la unidad de los ortodoxos con la Iglesia católica, pero su fragilidad física y cierto defecto de pronunciación decidieron a sus superiores retenerlo para el ministerio de la confesión.
El papa Pablo VI lo beatificó el 2 de mayo de 1976, y Juan Pablo II lo canonizó el 16 de octubre de 1983, dentro del Año Santo de la Reconciliación y durante la VI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tenía como tema central “La reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia”.
San Leopoldo Mandić es llamado “misionero de la misericordia de Dios” con mucha razón, explicó el padre Jure Šarčević, provincial de los capuchinos croatas. “A pesar de que quiso ir a Oriente a misionar, el santo pasó toda su vida en el confesionario. Durante cincuenta años, cada día después de la misa matutina se dirigía a su confesionario y allí permanecía hasta el almuerzo, y luego continuaba hasta el anochecer. Si se producía algún momento libre, se arrodillaba frente al confesionario o frente al altar de María y rezaba. Por las noches quedaba orando en la capilla hasta altas horas. Si alguien le aconsejaba que fuera a dormir decía: “debo hacer penitencia por mis penitentes”. Esa fue su vida en la que, hasta la víspera de su muerte, estuvo dispuesto a recibir, escuchar, consolar y reconciliar a los penitentes en una pequeña habitación contigua al convento de los Capuchinos en Padua”.
Palabras de Juan Pablo II
El papa Juan Pablo II lo llamó “siervo heroico de la reconciliación y la penitencia”, al destacar que, “sobre la pobreza de una vida sin importancia exterior, vino el Espíritu Santo y alumbró una grandeza nueva, la de una fidelidad heroica a Cristo, al ideal franciscano y al servicio sacerdotal a los hermanos. San Leopoldo no dejó obras teológicas o literarias, no deslumbró por su cultura ni fundó obras sociales. Para cuantos lo conocieron, fue únicamente un pobre fraile, pequeño y enfermizo”.
“Su grandeza consistió en otra cosa, en inmolarse y entregarse día a día a lo largo de su vida sacerdotal, es decir, 52 años, en el silencio, intimidad y humildad de una celdilla-confesonario: «El buen pastor da la vida por las ovejas». Fray Leopoldo estaba siempre allí a disposición, y sonriente, prudente y modesto, confidente discreto y padre fiel de las almas, maestro respetuoso y consejero espiritual, comprensivo y paciente”.
“Si lo queremos definir con una palabra, como solían hacerlo en vida sus penitentes y hermanos, entonces es «el confesor»; sólo sabía «confesar». Y justamente en esto reside su grandeza. En saber desaparecer para ceder el puesto al verdadero Pastor de las almas. Solía definir su misión así: «Ocultemos todo, aun lo que puede parecer don de Dios; no sea que se manipule. ¡Sólo a Dios honor y gloria! Si posible fuera, deberíamos pasar por la tierra como sombra que no deja rastro de sí». Y a alguien que le preguntaba cómo resistía una vida tal, respondió: «¡Es mi vida!»”.+ Carmen Verlichak
El 5 de febrero de 2016 los santos serán llevados en procesión a la basílica de San Pedro y serán colocados cerca de la Puerta Santa. El 10 de febrero, miércoles de ceniza, el Papa dará a los "misioneros de la misericordia" la potestad para absolver aquellos pecados que normalmente están bajo la competencia de la Santa Sede.
Una vida heroica entre cuatro paredes
Leopoldo Mandić murió en 1942, a los 76 años. Nació en Croacia en 1866, y su primera vocación fue la de misionar en Oriente para la unidad de los ortodoxos con la Iglesia católica, pero su fragilidad física y cierto defecto de pronunciación decidieron a sus superiores retenerlo para el ministerio de la confesión.
El papa Pablo VI lo beatificó el 2 de mayo de 1976, y Juan Pablo II lo canonizó el 16 de octubre de 1983, dentro del Año Santo de la Reconciliación y durante la VI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tenía como tema central “La reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia”.
San Leopoldo Mandić es llamado “misionero de la misericordia de Dios” con mucha razón, explicó el padre Jure Šarčević, provincial de los capuchinos croatas. “A pesar de que quiso ir a Oriente a misionar, el santo pasó toda su vida en el confesionario. Durante cincuenta años, cada día después de la misa matutina se dirigía a su confesionario y allí permanecía hasta el almuerzo, y luego continuaba hasta el anochecer. Si se producía algún momento libre, se arrodillaba frente al confesionario o frente al altar de María y rezaba. Por las noches quedaba orando en la capilla hasta altas horas. Si alguien le aconsejaba que fuera a dormir decía: “debo hacer penitencia por mis penitentes”. Esa fue su vida en la que, hasta la víspera de su muerte, estuvo dispuesto a recibir, escuchar, consolar y reconciliar a los penitentes en una pequeña habitación contigua al convento de los Capuchinos en Padua”.
Palabras de Juan Pablo II
El papa Juan Pablo II lo llamó “siervo heroico de la reconciliación y la penitencia”, al destacar que, “sobre la pobreza de una vida sin importancia exterior, vino el Espíritu Santo y alumbró una grandeza nueva, la de una fidelidad heroica a Cristo, al ideal franciscano y al servicio sacerdotal a los hermanos. San Leopoldo no dejó obras teológicas o literarias, no deslumbró por su cultura ni fundó obras sociales. Para cuantos lo conocieron, fue únicamente un pobre fraile, pequeño y enfermizo”.
“Su grandeza consistió en otra cosa, en inmolarse y entregarse día a día a lo largo de su vida sacerdotal, es decir, 52 años, en el silencio, intimidad y humildad de una celdilla-confesonario: «El buen pastor da la vida por las ovejas». Fray Leopoldo estaba siempre allí a disposición, y sonriente, prudente y modesto, confidente discreto y padre fiel de las almas, maestro respetuoso y consejero espiritual, comprensivo y paciente”.
“Si lo queremos definir con una palabra, como solían hacerlo en vida sus penitentes y hermanos, entonces es «el confesor»; sólo sabía «confesar». Y justamente en esto reside su grandeza. En saber desaparecer para ceder el puesto al verdadero Pastor de las almas. Solía definir su misión así: «Ocultemos todo, aun lo que puede parecer don de Dios; no sea que se manipule. ¡Sólo a Dios honor y gloria! Si posible fuera, deberíamos pasar por la tierra como sombra que no deja rastro de sí». Y a alguien que le preguntaba cómo resistía una vida tal, respondió: «¡Es mi vida!»”.+ Carmen Verlichak
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