ZDRAVKO DUCMELIC - LA REALIDAD Y LA PINTURA
Adolfo Ruíz Díaz
Studia Croatica, Año IX – Buenos Aires, 1968, Vol. 28-31
PARA mucha gente el trato con la pintura se resuelve y se agota en una clasificación incansable. Un cuadro, un pintor son pretextos para extraer un rótulo de la cabeza y adherirlo sin más trámite, con una suerte de confianza mágica, al nombre y a la obra. Cumplida la filiación, puede pasarse a otra cosa. Lo demás no importa. Estas simplificaciones ya no me indignan. Más bien me admira la tenacidad de quienes fatigan durante años y años exposiciones y museos para reiterar una operación tan aburrida. Dejo por ahora la reflexión de esta conducta a los psicólogos y a los sociólogos. Las páginas que ahora escribo no me autorizan a indagaciones de este porte. Todo lo que he dicho hasta aquí tiene un propósito mucho más concreto. Creo, en efecto, sin insidias y para fijar un punto de partida, que para los rotuladores de profesión la pintura de Ducmelic —y muy en especial la que ahora se reproduce en este tomo— debe resultar sobremanera incómoda.
Ducmelic pinta con una tranquila prescindencia de los esquemas consabidos. Su desdén no es una denuncia ni una deliberada disidencia. Es un hecho. No le preocupa colocarse al margen de grupo o corrientes, escuelas o sectas. No hace profesión de insularidad o de anarquía. Precisamente por eso, su obra nos ofrece un caudal de resonancias que sólo es posible captar, comprender, valorar, aceptar o rechazar desde lo que ella misma dice y siempre en estrictos términos de pintura. Contra lo que aconseja la retórica me he arriesgado a anticipar lo más arduo y lo más importante. Pero, a fin de cuentas, mejor así. En los últimos veinticinco años la pintura, con variable decisión, busca compromisos de diversa índole. En parte como una reacción contra las exageraciones de una pretendida pintura pura que prevalecieron en las primeras décadas del siglo. En parte, lo cual está muy cerca de lo anterior, como un modo de llegar a un público mucho más amplio y heteróclito que el de tiempos que llamamos felices olvidando sus catástrofes y exaltando las nuestras. Podría ampliarse el elenco de motivaciones. No hace falta. El resultado es que la pintura tiende hoy a buscar sus justificaciones fuera de ella. Contra la tónica vigente, la obra de Ducmelic, el sentido que orienta la evolución de esta obra y, para insistir, con inequívoca precisión sus últimos cuadros, está puesta a la convicción de que la pintura tiene un leguaje propio e irreductible. Mediante este lenguaje puede recoger las más variadas incitaciones y tomar parte en la despiadada incertidumbre que vivimos. Lo que su pintura niega, sin postular en la negativa ninguna voluntad doctrinaria, es que lo que un pintor dice debe encontrarlo en su pintura y desde problemas que su pintura le plantea.
Esta autarquía pictórica no ha sido, por supuesto, conseguida desde un primer momento. Uno de los puntos que habremos de tratar con mayor cuidado es la ya mencionada evolución de la obra de Ducmelic y, en particular, cómo habrá de entenderse esta biografía artística. Quede en pie desde ahora que toda forzosa incursión, por exigencias de la palabra, en otros campos presupone su arranque en la pintura y su último retorno y plenitud de significación en ella. Una pintura de fuerza comunicativa nada común lleva a pesar en las tentaciones y seducciones del lirismo. Una superstición heredada y de la cual no ha acabado de librarse el espectador medio lo lleva a identificar de entrada lo que el cuadro dice con una efusión de estados anímicos que atribuye al pintor y que éste pone en la obra. Una vez más, la pintura de Ducmelic desmiente esta clase de asimilaciones anticipadas. La pintura de Ducmelic, del mismo modo que no acepta ser vehículo de ideologías o pasiones dictadas desde fuera de ella, anteriores a ella en el contorno y profesadas sin referencia a la pintura, tampoco cede a colocarse bajo los dictados de una interioridad psicológica tomada como estímulo y exhibición, como un alma que se pinta para que los demás la comprendan y compartan. La pintura de Ducmelic ha de entenderse en cuanto obra, en cuanto realización operada desde una visión o una técnica, y no como un contenido que ha buscado su forma. Cuando un espectador reconoce en el cuadro de Ducmelic una insustituible experiencia de sí mismo, tal revelación no le viene de percibir emocionadamente la ilustración de un estado anímico o aun de un temple que considera suyo. La comunicación que Ducmelic establece reside en que gracias al cuadro el espectador participa de una organización que el cuadro y sólo el cuadro podría ofrecerle. La pintura de Ducmelic no frecuenta sino muy secundaria y prescindiblemente lo que la estética escolar y romántica del siglo pasado llamaba, con candor indudable, el plano expresivo. Es, por el contrario, un intento consecuente, trabajado, logrado a fuerza de lucidez técnica, de pintura cósmica. En vez de buscar y adular lo que ya éramos ante de vivirlo, el cuadro nos impone un mundo de pautas cuidadosamente calculadas. La vieja oposición entre inteligencia y sensibilidad, entre espontaneidad y previsión disciplinada queda abolida. Para recordar a Paul Valéry, la pintura de Ducmelic no suscita por imitación emociones ya existentes sin él en la vida diaria de cualquiera. Aspira a producir emociones sin modelo que el propio cuadro suscita y sostiene por acto de presencia. Un mundo, en suma, que nos incluye en su afirmación y que para ser captado obliga a nuestro ingreso a normas diferentes de las transitadas por nuestros comportamientos habituales. Espléndidamente sensorial a menudo, rico en sugestiones concretas, estos despliegues han de pasar para manifestársenos por la inteligencia.
Ver artículo completo en: http://www.studiacroatica.org/revistas/028/02809.htm
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